Primer tiempo…
Veníamos del pueblo, bueno, a mí me nacieron, y el barrio se parecía más a un arrabal del mismo que a un conjunto de calles de ciudad. Mis padres habían elegido un cuarto piso, no sabían que a mí tendrían que subirme a corderetas, y en las parcelas de abajo se oía a un gallo cantar por las mañanas, había una vaquería donde ir a por la leche, e incluso una “curiela”, que cada Semana Santa se moría como nuestro Señor.
Vivíamos en la calle Delicias, y otro atractivo de mi infancia era la terraza del principal, donde jugaban tres vecinos y su hermanita. Yo no tuve colegio ni pupitre, sí una sillita blanca y azul, en la que mi madre me enseñó a leer. En mis recuerdos solo los amiguitos de la señorita de gimnasia, el árbol de Navidad, las paralelas, el plano. Era el ojito de papá hasta llegar mi hermano Miguel Ángel.
Segundo tiempo
No inventaron todavía escuelas ni ascensores adaptados. En las calles seguían conviviendo los seiscientos, los isocarros de tres ruedas y aquellos trolebuses de dos plantas; ah, y los tranvías, casi de hoja de lata e itinerario restringido. Y llegó el hada madrina que toda niña espera: ¡Pude hacer la Primera Comunión con otros niños! Una iglesilla pequeñita de barrio, poco antes parcela. Eso sí, me daban la catequesis en casa.
Y llegó Javi, mi segundo hermano. Nada cambia de golpe ni se evaporan los peldaños. Ago maravilloso iba a volver a suceder: Auxilia y sus voluntarios, el Aula Colectiva, justo abajo de casa, las colonias de verano. Mi padre había sido mi formador a domicilio, y en dos años estaba preparada para examinarme de Estudios Primarios y Graduado Escolar. Fue una experiencia religiosa contemplar cómo el barrio se abría a ciudades inimaginables, y yo misma empezaba a respirar y vivir mi adolescencia. El sentido trascendente de la vida, porque la parroquia ayudó también.
Fue cuando nos trasladamos, por fin, a otra vivienda con amplios ascensores y zonas verdes. A mis 14 años, gravaba demasiado las espaldas de mi padre y mi tío.
Tercer tiempo
Tiempo de novedades, estudio y descubrimientos. Se había edificado en los campos de maíz. Se fueron aproximando las lejanías, y lo que era extrarradio se estaba convirtiendo en casco urbano. En el barrio andaban de mudanzas: rascahorizontes, arbolitos y plantas a los pies, verjas en las manzanas; el patio de luces se había transformado en un patio interior de comunidad, cuando no con piscina a la carta.
El Bachillerato a Distancia y la Universidad, La Edad de Plata, parafraseando a mi querido director, fueron experiencias inolvidables –viaje de estudios incluido–. Y empecé a publicar libros, de la mano de profesores y maestros. A mis hermanos les fue llegando el turno de pasar del cole al BUP y a Ingeniería, de los “Scout” a las primeras chicas, del primer trabajo a pensar en una vivienda independiente.
Fue la época en la que la electrónica se iría abriendo paso en nuestras vidas. Tenía cuatro ruedas sobre las que caminar de forma autónoma –¡me sentía volar!—y, con el tiempo, una micro amarilla, rampas en los autobuses rojos, bonotaxis a precio de autobús, acceso y reserva en el tranvía y asistencia en los trenes. Volví a quedarme sola con mis padres, y unos pequeños duendecillos llegaron desde el barrio aledaño, de última generación: mis sobrinos.
Y pude ver cómo, a pesar de todos los pesares, tendría amigos, tendría amor, y hasta pareja. Mi universo y yo crecimos juntos.
Mª Pilar Martínez Barca.
(Foto: Mª Pilar Martínez Barca, primera por la derecha, en las colonias de su infancia)