Solemos clasificar entre poesía lírica –los clásicos, la generación del 27, novísimos y posteriores– y poesía social, preferentemente de posguerra. Pero normalmente se complementan y llegan a nuestros días una y otra.
Preliminares
Blas de Otero, Gabriel Celaya o José Hierro, son poetas eminentemente sociales de los años 50 y 60 del pasado siglo. ¿Y Miguel Hernández con sus “Nanas a la cebolla”? Al igual que mi estudiado poeta aragonés Manuel Pinillos.
Frente a esa veta realista o social, una línea más surrealista, gongorina, metafórica e intimista, desde Góngora a los poetas del 27, o la poética veneciana-alejandrina de los llamados Novísimos, en los años 70 y 80. El mítico y célebre Miguel Labordeta, junto al maestro del ritmo y la metáfora telúrica y solar, Rosendo Tello, recientemente fallecido, mi maestro.
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A colación del poemario Clase baja –Zaragoza, Los Libros del Gato Negro, 2024–, del también aragonés José Antonio Conde, se recoge la aproximación definitoria del Diccionario de la lengua española:”dicho de una clase social, modesto, humilde”. Y del Diccionario del Español Actual: “De la categoría social menos poderosa”.
Genoma familiar
El poeta retrata en su libro la historia de una familia trabajadora, del ámbito rural de donde emigra a la gran ciudad. “Después de tantos años / bajo el sol, / la memoria prepara con esmero su cruz” (pág. 22). Una vieja tradición, por la que el hijo mayor se queda con la herencia de la tierra, y los otros vástagos varones han de buscárselas: “Regresa el amago a tierra firme, / a poner la pobreza en su sitio / cuando advierte otra herencia” (pág. 30).
Y se llega al trabajo urbano, sin otros dioses interiores ni manes de la casa que los propios, a espabilar los ojos con el aroma amargo del primer café: “Cada mañana renace con el primer café, / el que tiene un intenso aroma / a sometimiento, a controversia” (pág. 31). La falacia y las falsas noticias, la bancarrota de los sueños –“El sueño de la riqueza produce monstruos” (págs. 34-35)–, los salarios precarios, las divisiones… “Y al final, / queda esperar el talón, / el desquite” (pág. 39).
“Perdida nuestra vehemencia / y la fe en las raíces, / nuestra cruzada llega / hasta los polígonos industriales” (pág. 41). Sirvientes, asalariados, míseros jornaleros sin futuro más allá del cigarro o el carajillo. “Otra forma de responder a Engels” (pág. 44). Y aparecen los suburbios de la explotación de Zaragoza: Ranillas, Aceralia, Coagullada. “Aquí amanece temprano: / el sol se atreve solo con los más pobres” (pág. 51).
Herencia cultural
Pero erraríamos de raíz si pensáramos que José Antonio Conde, autor de La Vigilia del Mármol, La diferencia que cubre la trampa, El ángulo y la llaga o Discanto, entre otros, presentara en Clase baja una poesía meramente social, sencilla y directa. Nada más lejos de su cosmovisión.
Como en toda su obra, hay referencias mitológicas, literarias, culturales… “En este casal nació Deméter, / nació con un pan bajo el brazo” (pág. 24). La diosa griega de la tierra y la fertilidad aparece junto a otras deidades ancestrales, la furia, la ira, la abundancia… escritas es el libro con minúscula para crear la ambigüedad en el lector. El sueño de la razón goyesco se contrasta con Engels, o con los jornales bíblicos de la vendimia. “La disputa de las peonadas / fue desigual, / irreflexiva, / sin modales” (pág. 37).
Y el juego interminable de palabras, en la cadena del ser hombre y poeta. “El sacrificio está en ruinas, / es el lenguaje de los escombros, / un antiguo derecho / sometido al desaire” (pág. 22). Clase baja, ¿poesía social? Más bien veta gongorina y de la vanguardia del 27, hasta el estilo experimental de los novísimos. Poeta intelectual, de imágenes y metáforas atrevidas, sin renunciar en nada a la denuncia. Poesía de altura, rara, infrecuente.
La ironía es esencial en José Antonio Conde: “Y a la izquierda de todos los balances, / el sindicalista y sus elegidos, / el calvario de las vergüenzas / donde el vino es moneda de cambio, / un sucio anticipo de números en la culpa. // Judas sobrevive a la reconversión” (pág. 47).
Por Pilar Martínez Barca, escritora
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