En la vida como en el juego, unas veces se gana y otras se pierde. La diferencia es que en la primera la partida siempre continúa, no se retrocede, pero siempre hay nuevas oportunidades. Saber reconocerlas, disfrutarlas y amarlas, hasta el final, hacen que merezcan la pena y la gloria. Vivir para perder, perder para ganar.
De niña me gustaban los concursos de la tele. No solo era por el juego sino por la celebración que se formaba alrededor. Mi favorito, sin duda, el Un, dos, tres. Esperaba el viernes noche en una impaciente cuenta atrás que nunca defraudaba, pues tenía la certeza de que la sorpresa estaba asegurada desde que el silbido de la sintonía me convocaba a sentarme en el sofá, del que no me levantaba durante las tres horas en las que, absorta, perdía la noción del tiempo.
Un sortilegio que llevaba la firma de Chicho Ibáñez Serrador, quien logró que la mayoría de españoles hiciéramos algo a la vez con emoción, además de tomarnos las uvas en Nochevieja. Eran otros tiempos, parece mentira, casi ciencia ficción si los comparamos con una actualidad en multicanal. Lo cierto es que, casi por arte de magia, las familias formábamos un equipo en paralelo contestando las preguntas, animando en las pruebas de habilidades y desarrollando la estrategia que bien podría llevar a las llaves de un apartamento en Torrevieja, un coche o cualquier suerte de premio.
Aunque lo peor era perder y volverse con las manos vacías. Lo que se traducía en llevarse la “Ruperta”, una risueña calabaza de cartón piedra. Eso y nada eran lo mismo. Bien mirado, cuarenta años después, esa reliquia debe valer un pastizal en el mercado coleccionista vintage o del frikismo nostálgico. Ciertas cosas se aprenden con la edad, solo el tiempo da la perspectiva.
En aquel momento de mi infancia, podía sentir la desolación del perder. Perder por oposición a ganar. Y no entendía, como ahora, que da igual ganar o perder, lo importante es eso de “¡¡…a jugar!!” como inmortalizó en otro concurso, Joaquín Prat. Ni siquiera en Barrio Sésamo te explicaban la frustración.
Porque perder es otra cosa. Perder es “dejar de tener”, según la RAE. Y dependiendo de la pérdida (y de quien la sienta), su repercusión cambia como de la noche al día. Hay tantas posibilidades como puntos suspensivos…
A flor de piel
Últimamente estoy más sensible con esto. Quizás porque me acaban de quitar una pequeñísima parte de mi cuerpo que me estaba haciendo la puñeta, cuya ausencia agradezco, aunque continúo notando. Paradójico. Estoy bien. Gracias a Dios y al equipo de cirugía, enfermería y el resto de personal del hospital que me cuidó; sin olvidar a mi familia, amigos y compañeros que estuvieron pendientes. Qué importantes son las personas que nos sostienen cuando nos sentimos más vulnerables porque estamos frágiles. Debe ser que perder la salud no es poca cosa. “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde” recordé a Gil de Biedma, justo antes de perder la consciencia con la anestesia general.
A vueltas con el perder, pienso en las mujeres que han sufrido una mastectomía, aquellas personas amputadas que aún sienten su miembro fantasma, incluso en el universo extirpado a las niñas sin clítoris. Cuántos terrores se instalan tras la pérdida; y soledades, cuando se pierde a un ser querido.
El duelo es inabarcable. Es un sufrimiento con tantos matices como los destellos de una tarta de cumpleaños, que no se apagan con soplar el deseo. ¿Qué hacer cuando la muerte se interpone en nuestros caminos?, ¿y cuando aún no lo ha hecho, pero anticipamos su dolor?, ¿por ser esperada es menor la herida de la pérdida?, ¿se puede considerar muerta una persona viva si ha desaparecido de mi vida, si se perdió por el camino o decidió perderme de la suya? La lista de interrogantes se me antoja eterna. No basta con no querer sufrir, es que no se puede. El dolor duele. Y cuando empieza a doler menos, aparece la culpa. ¿Cuándo perdonar y perdonarnos?
Aprender a jugar
Con los años aprendí que perder también es sinónimo de abandonar, finiquitar, liquidar, decir adiós, poner un punto y aparte, marchar, avanzar, crecer, dejar ir, liberar, despedir… Perder forma parte de la vida. Perder para ganar.
Vivir es atravesar etapas, construir paisajes, dejar ser: despedir la infancia para abrazar la adolescencia, abandonar un trabajo para encontrar otro, embarcarse en una relación para navegar otros mares, hacer mudanza para habitar un nuevo espacio, perder un tren para subirse a otro… Estamos vivos porque estamos en movimiento. Es ilusionante. Aún con el vértigo y el pellizco del miedo, por no hablar de la nostalgia al borde de la lágrima.
De alguna manera, así nos sentimos en este número de HUMANIZAR, donde despedimos el año cerrando un ciclo y diciendo adiós a compañeros entrañables como Julián del Olmo, Araceli Caballero, Pilar Martínez o Ramón Ajo, que se suman a otros que también dejaron su testigo este 2024: Ramón Sánchez Ocaña, Peio Sánchez y Jesús Ruiz.
También tomarán el relevo otras secciones. Por lo que es el momento de agradecerlas. Especialmente estas dos páginas para mí, un preciado regalo en herencia de Mari Patxi Ayerra (a quien tengo en las alturas); aunque seguiremos leyéndonos en el nuevo año con un proyecto renovado, más firmas y ojalá lectores, sin perder la esencia de esta revista: la humanización del mundo de la salud.
Me sigue gustando jugar. A veces veo Saber y ganar con su casi eterno Jordi Hurtado, al que por su salud habrá que decir adiós un día. Espero que no lo impida ni la inteligencia artificial ni la realidad virtual, porque confieso que me gusta lo real, lo carnal, lo tangible, lo imperfecto, lo finito, lo mortal, lo humano.
Aún convaleciente miro mi cicatriz. Me recuerda la cesárea de mi madre, aquella que me dio la vida. Ahora la veo como un trofeo, porque es el precio de vivir, de perder para ganar. Las cicatrices son como el duelo: el precio de haber vivido, el precio de haber amado.
Por Gema Moreno Fernández, periodista
Ilustración: Nati Rodríguez
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