Cuerpo que es formado, feto, cuerpo que es parido, cuerpo que es cuidado, nutrido y acunado, que crece y cambia, y se hace maduro, cuerpo preñado. Cuerpo acariciado y besado, amoroso y juguetón, deportista y trabajador. Cuerpo que se cae y se golpea, y se deteriora y es habitado por virus y bacterias, cuerpo con cáncer, receptor de traumas y malos tratos. Cuerpo violentado, cuerpo discapacitado, amputado, dormido y anestesiado, cuerpo perforado y lleno de tubos. Cuerpo congestionado e inflamado, que pica, que duele, con diarrea y náuseas, febril, tiritando. Cuerpo abierto e intervenido. Cuerpo sin pudor, explorado grupalmente. Cuerpo enfermo, sucio y maloliente, cuerpo descontrolado, cuerpo muriente, cuerpo muerto. Y más.
Es cómodo pensar que pueda ser el alma lo digno, lo salvable, lo que puede existir separadamente, lo noble e inmortal. Los filósofos se han entretenido en darle identidad al ser humano desencarnado. Y las tentaciones de hoy también circulan no solo en las sacristías oscuras, sino también en las interpretaciones de las experiencias de muerte temporal y en nuevos defensores de una espiritualidad de alma.
Huir del cuerpo
Es obvio que el cuerpo humano tiene una identidad diferente al resto de las especies, aunque nos esforcemos legítimamente por dignificar y promover un creciente respeto a los demás animales. Las vacas tienen carne, pero no cuerpo. De hecho, cuando nace un niño, lo primero que se hacemos es vestirlo, porque, a diferencia de los demás, incluidos los mamíferos- el niño está desnudo. Vestirlo significa (im)ponerle ropa que distingue y le pone en relación con un nombre.
Dice Santiago Alba Rico en Ser o no ser (un cuerpo): “¿Adónde va corriendo ese hombre? ¿Por qué pedalea ese otro en su bicicleta? ¿Y ese tren? ¿Y ese avión? ¿Adónde va toda esa gente, cada vez más deprisa, cada vez en un medio más veloz? Están huyendo. ¿De qué huyen? Del cuerpo.” Evoca así, de manera provocadora, esa identidad nuestra distinta sobre la que algunos hipotizan que pueda estar dotada incluso de una conciencia no encarnada, cuestión peliaguda que explicaría las llamadas experiencias de muerte temporal. Sea como fuere, somos corporeidad. Este cuerpo frágil que engalanamos y cuidamos, que agredimos y que nos pone también en intimidad y distancia, que rompemos en el amor y en la enfermedad.
Con el cuidado del cuerpo enfermo generamos, en efecto, una proximidad íntima que reconoce no solo la fisiología, sino el cuerpo social, relacional y culturalmente configurado, en construcción humanizadora permanente. La relación profesional sanitaria juega en el filo de la navaja, donde, con mucha frecuencia, queda poco de paño de pureza para proteger el pudor mostrado siempre en ese paño perizonium, universalmente utilizado bajo la cintura de todo crucificado.
Escribe Susan Sontag, en Ante el dolor de los demás: “En el montón de esta mañana, hay una fotografía que puede ser el cuerpo de un hombre, o de una mujer: está tan mutilado que también podría ser el cuerpo de un cerdo”. De esto es capaz la persona: de deshumanizar a tal nivel, con su mirada y su intervención sobre el cuerpo ajeno, que rompa y desfigure su dignidad y su diferencia. Al parecer, la apetencia por las imágenes que muestran cuerpos dolientes es casi tan viva como el deseo por las que muestran cuerpos desnudos, si atendemos también a la fuerte tradición de esculpir, además de al Cristo, a la madre en duelo y sola, María.
Cuerpo que vocifera
Hemos aprendido universalmente a vestir el cuerpo, maquillarlo, mostrarlo con joyas y arreglado en tantos sentidos, que el desnudo cuerpo enfermo nos puede provocar actitudes deshumanizadoras por cosificadoras y procedimientos seriados que puedan olvidar la identidad personal de cada individuo.
Fue René Lariche quien describió la salud como “el silencio del cuerpo”, la armonía de los órganos que no se experimentan diferenciados, sino integrados en un todo unitario armónico que no hace ruido, es decir, al que nada le duele, ni le pica, ni escuece, ni le arde ácidamente. La sugerente expresión, que hace pensar que la enfermedad es el ruido de los órganos, la voz que reclama una especial atención, tiene su valor. Pero, a diferencia del resto de las especies, en el ser humano esta voz que grita enfermedad, es una voz significante, con emociones y toques de identidad que invitan a ser considerados insuficientes para comprender al sujeto enfermo. El ser humano hace experiencia de enfermedad, de malestar; elabora cognitivamente sus eventuales significados; le carga de metáforas e interpreta alegóricamente hasta humanizar la enfermedad como vivida, sufrida, no solo como aullido o ruido inarticulado.
Dignificamos el cuerpo cargando de metáforas la experiencia de la enfermedad. Metáforas que Sontag quiso eliminar para desvelar la realidad que esconde crudamente la enfermedad, pero que humanizan en la medida en que no moralizan, sino permiten a la persona que narrar sea nombrar con sentido, expresar experiencia, no solo evocar sintomatología.
En el cuerpo enfermo se dan cita no solo sus vivencias más primarias, como el frío y el calor, el hambre y la sed, yendo y viniendo del deseo a la satisfacción, revelando también su fugacidad y su vida cíclica. El cuerpo enfermo se muestra también en su sentirse apelmazado, espeso y entregado a las esperas de recuperación, cuerpo a ritmo lento, cuerpo que no responde al ritmo consumista, en cuanto a la categoría de proceso que pide paciencia y paciencia. El cuerpo enfermo, y el dolor se convierten en voz y palabra no solo de los órganos que aúllan desde su presente, sino en grito de esperanza de armonía y control, bienestar y salud, silencio y serenidad serena.
Humanizar el cuerpo
Se humaniza el cuerpo con toda forma de atención y descripción que, con la palabra y el gesto, con labores higienizantes, alimentarias, rehabilitadoras, quirúrgicas, paliativas… permiten seguir acariciando y honrando la dignidad diferencial de cada individuo, misterio insondable de la naturaleza humana, siempre encarnada.
El cuerpo enfermo: tierra fértil de esperanza. Y de carne, resucitará.
Por José Carlos Bermejo Higuera, director del Centro San Camilo
Para seguir leyendo:
Santiago A.R., (2017) Ser o no ser (un cuerpo), Seix Barral.
Sontag S. (2011) Ante el dolor de los demás, Debolsillo.
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