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“Me dueles, luego existo”

15/03/2024

 

 

Según el Dalai Lama la compasión “es una sensibilidad hacia el sufrimiento del yo y de los otros junto a un compromiso profundo para tratar de aliviarlo”. Señala, pues, dos aspectos: la auto-compasión y la actuación ante el sufrimiento.

Así, pues, para el budismo la auto-compasión implica ser cálido y comprensivo con uno mismo, sobre todo en las situaciones de fracaso o incompetencia. Está reñida con la negación y autocastigo ante el error. Pero es algo más. La auto-compasión se diferencia de la autoestima, ya que ésta es una valoración positiva de sí mismo, y aquella no supone un enjuiciamiento o evaluación sino el reconocimiento  de las propias posibilidades y límites. Tampoco supone “tenerse lástima” sino sintonizar con el propio sufrimiento y actuar.

Por otra parte, la compasión no es solamente sentir pena por el sufriente sino que supone un “vínculo empático” (consigo mismo o con el otro) que conlleva alguna acción para solucionarlo. Esto no se realiza por un imperativo categórico (“debo hacer…”) ni solo por nuestras creencias sino por la convicción de que esa actitud es sanadora por sí misma. Por esto podemos afirmar que una persona sentimental se lamenta y llora ante una adversidad propia o ajena (muerte, enfermedad mortal, etc.) pero una persona compasiva, ante la misma situación, además actúa. La mirada compasiva no se identifica solo con el sufrimiento del otro o su deficiencia, sino que pretende captar sus valores y sus posibilidades y facilitarle un cambio de actitud ante su sufrimiento.

 

“Me dueles, luego existo”

Es un pensamiento del filósofo español Carlos Díaz. Recordando a Descartes este autor insiste en que la señal de identidad del ser humano no es su racionalidad (“Pienso, luego existo”) sino su capacidad de compasión (siento tu sufrimiento).

Recuerdo que en la facultad de medicina me enseñaron que cuando una herida dolía, era buena señal y tenía buen pronóstico, pues sus tejidos no estaban gangrenados y se podía curar. De la misma manera,  podemos decir que cuando ante el sufrimiento de un familiar, vecino o amigo, o de un extraño nos sube un nudo a la garganta o nos tiemblan las piernas o se nos “parte el alma”, eso es buena señal: estamos vivos.

El día que nos sintamos anestesiados ante el dolor ajeno ese día dejaremos de existir, al menos plenamente. Me lo decía en una ocasión una enfermera con muchos años de experiencia: “el día que el sufrimiento de los pacientes no me llegue, ese día abandonaré la profesión, pues será señal de mi incapacidad para sentir y sanar”.

Pero nuestra actitud ante el sufrimiento del otro, para que sea sana, debe ser equidistante. Es decir, no debemos fusionarnos con el sufriente (vivir tan intensamente su angustia que nos perturbe y nos robe la paz), pero tampoco distanciarnos tanto que no “sintamos nada” ante su sufrimiento. Entonces habríamos cosificado al otro y nosotros nos habríamos convertidos en robot, posiblemente unos robot muy profesionales, pero poco humanos. Lo adecuado, pues, en la confrontación con el sufrimiento, es un “distanciamiento amoroso”: aproximarnos al otro con compasión pero sin fusionarnos con su angustia ni tampoco  tratarle como si fuera un objeto. Una actitud saludable ante la persona que sufre debe ser como una esponja, que absorbe el sufrimiento del otro, pero es capaz de expulsarla, y seguir viviendo.

Espero y deseo que los humanos, sigamos sintiendo el sufrimiento del otro y actuando. De esta manera se cumplirá el aserto del filósofo: “Me dueles, luego existo”.

 

Alejandro Rocamora Bonilla, médico psiquiatra

 

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