Por la misma regla del “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde” podría decirse “que no sabemos lo que nos perdemos hasta que lo tenemos”. Lo cierto es que, cuando se gana, el camino es tan complaciente como desapacible cuando las manos ya no tienen nada que rascar en los bolsillos. Sin embargo, los hay tan felices sabiéndose llenos de esa riqueza que no es material, pero tangible a nuestra mirada. Afortunados.
Lo bueno del verano son las vacaciones, y con ellas los encuentros y reencuentros que refrescan la memoria y calientan el corazón. En el fluir de viajes, siempre hay una estación donde la amistad hace parada. Este año he tenido la suerte de volver a ver a Diana, compañera de lo que antes llamábamos BUP y ahora Bachillerato, con la que mantengo contacto cada vez que vuelve de Houston para ver a la familia, recuperar la siesta y pasar su salud por la ITV de la bendita Seguridad Social.
“Tengo el mes lleno de citas médicas, hija, es que en Estados Unidos la salud se paga” dice mientras pedimos una ración de tortilla de patatas, y me relata la yincana que ha pasado allí, a lo largo de los últimos veinte años, para ser atendida cuando se ponía enferma. “Lo primero que tienes que pasar es la tarjeta de crédito, y luego ya veremos las pruebas que te hacen, depende de lo que pagues” comentaba recolocándose la montura de las gafas “y si tienes un accidente de coche, como me pasó en una ocasión, ¡lo mismo te toca pedir un crédito!”
Caí en la cuenta de que, como canta El Último de la Fila, “tanto tienes tanto vales, no se puede remediar, si eres de los que no tienes a galeras a remar”. La cuestión no es si el paciente necesita una radiografía sino si se la puede permitir, si la salud es un derecho o es algo con lo que se mercadea. Vamos, que dónde queda la dignidad del ser humano si no se protege un derecho fundamental como el de la protección de la salud.
Pobrezas que matan
Siempre ha habido clases, donde el dinero marca la diferencia y se convierte en un valor de integración si la cuenta es alta o de exclusión si se escribe en números rojos. Una realidad que hace daño a los ojos con cierta sensibilidad, pero hiere a quien la padece, incluso puede matarle. Porque sí, la pobreza mata.
Quedé trastocada al inicio del verano con el asesinato de una mujer y sus dos hijos, de 3 y 8 años, a manos de su ex marido y padre de las criaturas. Un crimen en Las Pedroñeras (Cuenca), otro más. Violencia vicaria, decimos. Violencia asociada a la pobreza, porque Ammal siempre fue pobre, tanto que ni fue dueña de su vida, se la arrebataron. Su padre concertó su matrimonio con Mahdi, cuando ella dejó de ser menor de edad, quien la atormentó hasta el último aliento. Un marido que no dejó de maltratarla, física y psicológicamente; incluso con una orden de alejamiento, hasta que cumplió su amenaza de muerte, según el vecindario. Pobre mujer. Y pobreza la de quien está tan vacío por dentro como para matar con sus propias manos a sus hijos, Hiba y Adam, apuesto que delante de la madre para que agonizara de dolor antes de darle la estocada final. Me duele hasta escribirlo.
Vienen a mí los ecos de Blanca Portillo interpretanto aquel Segismundo, que bien podría ser la voz de Ammal en su cárcel vital, y que conmovería hasta el propio Calderón de la Barca: “¡Ay mísero de mí! ¡ay, infelice! Apurar, cielos, pretendo, ya que me tratáis así, qué delito cometí contra vosotros naciendo; aunque si nací, ya entiendo qué delito he cometido…”
Los hay pobres hasta para morirse. Porque la muerte también tiene un precio. Más allá de las personas generosas y altruistas convencidas, las hay que donan sus cuerpos a la ciencia para que se investigue con ellos porque no se pueden permitir un entierro, ni ellos ni la familia. Que nadie se eche las manos a la cabeza ni mire para otro lado. Otros, más desafortunados, se van sin pena ni gloria para el resto, diciendo adiós en la más absoluta soledad. Solo Dios sabe.
Amor, divino tesoro
Y bien sabe Dios que en la suma de la vida no todo son euros ni bitcoins, en esta fiebre de lo virtual que a saber dónde nos lleva. Dicen los gurús que se atreven a predecir el futuro que el cash, el dinero contante y sonante, desaparecerá. Imagino la escena apocalíptica de un ataque cibernético que nos deje sin saldo en las tarjetas y arrase con todos los archivos de datos que somos: emails, aplicaciones móviles, historiales clínicos e informes judiciales, académicos, laborales, empresariales… hasta sistemas de comunicaciones y la mismísima Hacienda.
Lo mismo ahí, nos daríamos cuenta de que lo material es calderilla. Vuelvo a la canción de Manolo García, “y si sólo tengo amor, ¿qué es lo que valgo yo?”. Me arriesgo con una respuesta: valemos todo el amor que somos y regalamos, la sabiduría que compartimos y las amistades que tejemos, que conviene cuidar porque ya se sabe “quien tiene un amigo, tiene un tesoro”.
Por eso, este verano me he dedicado a cultivar mi cuenta de activos. Diana que ya cruzó de nuevo el Atlántico, Conchi que regresó a Buenos Aires y en breve volveré a ver, Begoña y Vicky que viviendo en mi misma ciudad pareciera nos separara un océano que saltamos en un café o en un telefonazo, César y Carlo cuyas dosis de vitalidad y risas me regeneran más que el ácido hialurónico, la alegría de mis Javis: Picos, Películas y Moreno, y tantas otras personas genuinas que no puedo mencionar al acabarse esta página. Me asoma una sonrisa al recordarlas, porque he caído en que soy rica. Rica, rica… y con fundamento.
Texto: Gema Moreno
Ilustración: Nati Rodríguez
Somos Familia. Revista Humanizar, sept-oct’24: La pobreza
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