Escucha lo que no digo, lo que quisiera decir, lo que no logro decir, lo que escondo. Escucha lo que me atormenta por dentro, lo que me hace sufrir y por algún extraño motivo no logro narrar y liberarme. Escucha lo que me hace más pobre: lo que me impide decir eso que necesito decir y no te cuento. Escucha esos motivos que me hacen aislarme, sentirme solo, no aprovechar la riqueza de la relación y del encuentro para sanar mi corazón. Escucha, por favor, lo invisible e inaudible, porque también ahí está la clave para comprenderme.
“No es bueno que el hombre esté solo”, se nos dice en la primera página de la sabiduría judía contenida en la Sagrada Escritura. Quizás uno de los elementos fundamentales de nuestra relacionalidad, así como de la cultura del encuentro, sea precisamente la escucha. Sin duda, es la base del acompañamiento en la vulnerabilidad, o mejor, en el sufrimiento, porque la vulnerabilidad dice de todo momento del ser humano.
Audire y auscultare
Afortunadamente, vamos reclamándonos sobre la envergadura de la escucha. Surgen acciones formativas de diferente rango, incluso máster, cuyo objetivo fundamental es ayudar a las personas que se quieren preparar para escuchar, aliviar y consolar un poco del sufrimiento inevitable que todo ser humano tiene, así como para disminuir ese sufrimiento evitable, particularmente el que está en el modo como gestionamos los pensamientos, sentimientos, acontecimientos…
Es hermoso que se celebre “el Día de la Escucha” (18 de julio a nivel mundial, 25 de marzo para el Teléfono de la Esperanza), aunque con insuficiente repercusión social y mediática.
De diferentes maneras somos interpelados a desarrollar competencias específicas para hacer de la escucha un servicio competente. No basta la buena intención. Hay tiempos en los que la necesidad de ser escuchados lo es de una escucha competente, de alguien que se haya entrenado en acompañar, en acoger, en saber generar las coordenadas actitudinales y usar las competencias blandas en suficiente grado como para que la escucha sea eficaz.
En efecto, el término español “oír” deriva del latín “audire” que significa percibir los sonidos por el oído. En cambio, la palabra «escuchar» proviene del latín “ascultare” y denota oír con atención, prestar atención a lo que se oye. Escuchar no es simplemente oír al otro. Cuando se oye, no se captan con esmero las ondas sonoras que se reciben por el oído. Por eso, oír es un acto pasivo que se reduce al terreno de la mera sensación. En cambio, escuchar es un proceso interno de quien quiere, por propia decisión, abrirse a la comunicación. Constituye un acto de voluntad y una manera intencional de percibir los sonidos, cuyo acto conlleva concentración, atención, memoria y reflexión, lo que coadyuva a desentrañar las palabras que dice el interlocutor y a interpretar el mensaje.
La escucha es un esfuerzo de alteridad intenso; es el opuesto complementario del habla, y requiere una apertura existencial importante, que facilita un acercamiento al otro en su totalidad bio-psico-socio-cultural-espiritual e histórica.
La humildad de escuchar
La escucha no es cualquier cosa. Es un ejercicio de humildad radical, como decía Francisco: “La escucha corresponde al estilo humilde de Dios. La escucha, en el fondo, es una dimensión del amor. Es el don más precioso y generativo que podemos ofrecernos los unos a los otros.”
La escucha es la madre de la democracia. La escucha mutua, es la madre del diálogo y del posible encuentro, también transformador. Los parlamentos, han de ser templos de la escucha. Y donde fracasa la palabra, se abre paso la violencia.
Todos necesitamos ser escuchados. No ser escuchado es un drama: necesitamos angustiosamente liberarnos. La soledad es la experiencia de no ser escuchado, es la constatación de que nadie desea prestar sus oídos a lo que digo, es la ausencia de un tú amoroso de una oreja cálida. Es el aterrizaje en un mundo sin alma, donde cada uno va a su aire, buscando su propia satisfacción.
El “visuocentrismo” o tiranía de lo visual, ha demarcado un modo de pensar, de reaccionar y de explorar el mundo, pero no nos exime de sentir necesidad de escucha. Sin embargo, en la experiencia del sufrir, universal, aunque, en ocasiones, nos cueste reconocerla, estamos llamados a liberarnos y salir y narrarnos para liberarnos y desahogarnos de los malestares que nos habitan.
Y es vital desahogarse, poner sentido al vivir oscuro del recuerdo de los traumas y del nombrar lo que nos acecha en el presente. Es vital nombrar porque nos empodera, nos rescata de una identidad erosionada por la dependencia y las crisis del envejecimiento. Nos hacemos y nos rehacemos en la narración de la crisis, en la relación en la que nos autoafirmamos a pesar de la fragilidad y la pobreza, que comienza por los imperativos de los límites biológicos y sus consecuencias.
Escuchar lo que el otro calla
Decía Calderón De La Barca: “Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla”. Escuchar es un ejercicio espiritual el de hacer silencio y utilizarlo en clave de atención; mirar y recoger los significados que contiene el mensaje que el otro comunica en el encuentro, pero que no siempre encierra en la estrechez de las palabras.
Escuchar, en efecto, tiene también el desafío de acoger lo que el otro calla, sabiendo que ahí está también la historia de vida de una persona. No es infrecuente que lo que el otro calla nos llegue, al menos en parte, en forma de lágrimas. Y también llorar sirve como expresión pública (no solo privada) del padecimiento. Llorar descubre la aflicción interna, pero también puede convertirse en clamor, protesta, crítica o resistencia.
Escuchar es una forma de practicar la hospitalidad entre las personas. Ricoeur hablaba de la “hospitalidad lingüística”, recogiendo también la acogida de la traducción como expresión de pluralidad de las culturas y la unidad de la humanidad.
Y hoy somos conscientes también del poder de la “hospitalidad narrativa”, como un intento de decir-me en el lenguaje del otro y decir al otro en mi lenguaje, y al mismo tiempo esperar que ese esfuerzo también sea hecho por el otro. Se trata, pues, de un cosmopolitismo narrativo, donde los encuentros no se dan en ninguna parte, sino en espacios de reconocimiento constituidos en el intercambio de narrativas.
Y escuchar, por otro lado, nos abre a la interculturalidad. La escucha abre a la interculturalidad, supera el eurocentrismo, pero existe también el riesgo del relativismo moral.
Escuchar es un arte difícil. Hay motivo para sorprenderse de que alguna vez la escucha tenga realmente lugar. Una escucha auténtica presupone que se haya pasado, de alguna forma, a través del desierto, asumiendo la distancia infinita que separa a una persona de otra. Más aún, la escucha tiene lugar en el desierto, porque tal distancia no será nunca abolida, a pesar de todo posible relámpago de reciprocidad de las conciencias. La escucha plena revela su lado benéfico no solo para el que es escuchado, sino también para el agente que lo ejerce. La escucha es ciertamente una de las formas más eficaces de respeto.
En la estación de la enfermedad, en el tiempo del sufrimiento, en parte en la vejez, en la experiencia de la soledad, en el morir y en el duelo, la escucha es medicina.
José Carlos Bermejo, director Centro San Camilo
Deja un comentario