Estos días he releído el conocido cuento del Martillo de Paul Watzlawick, dice así:
“Un hombre desea colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. Su vecino tiene uno. Así pues, nuestro hombre decide pedir a su vecino que le preste su martillo.
Pero le asalta una duda: “¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto, y realmente abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se le habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiera prestada alguna de mis herramientas, yo se la dejaría sin dudarlo. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede negarse uno a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como este le amargan a uno la vida. Y luego, todavía se imaginará que dependo de él. Y sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo”.
Así, nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, a duras penas espera que se abra la puerta y, antes de que el vecino tenga tan sólo tiempo de decir “Buenos días”, nuestro hombre le espeta furioso: “¡Quédese usted con su martillo, so penco!”.
Moraleja
Aunque esta historia pude parecer disparatada pensemos en alguna más próxima a nuestra vida cotidiana: “cómo le voy a pedir a mi mujer ira al cine, desde ayer la veo un poco tensa, seguramente que me dirá que no”; “me gustaría hablar con mi jefe sobre las vacaciones, pero seguro que me dice que no, pues el otro día me contestó de mala manera”, y un largo etcétera de situaciones.
En todas estas circunstancias lo que predomina son los prejuicios y las ideas preconcebidas sobre una persona, que nos condicionan la decisión a tomar. Cuando lo más sencillo sería preguntar: ¿deseas ir hoy al cine? o ¿podría irme de vacaciones en el mes de julio? Las respuestas pueden ser afirmativas o negativas, pero siempre hemos presentado nuestro deseo. ¿Por qué no lo hacemos? Se me ocurren una respuesta: porque tenemos miedo a que nos digan que no y consiguientemente lo viviremos como un rechazo. No obstante, las respuestas pueden tener otro color. Por ejemplo: “me alegro que me invites al cine pues esta semana ha sido muy agotadora”, o bien, “tu propuesta de vacaciones encaja perfectamente con mi programación”.
La Escalera de Inferencias de Argyris
Es así como se llama este fenómeno. Partimos de una observación (“mi amigo esta mañana me ha mirado muy serio”), adjudicamos una causa a esta situación (“será que ya no me valora”) y llegamos a una conclusión extraña: “soy un desastre” o “no valgo para nada”. Pero en realidad lo que ha ocurrido es que el amigo esa mañana se había peleado con su mujer y por esto tenía esa cara de amargado. Esto es la representación de la escalera de inferencias de Argyris.
Podemos, pues afirmar, que en ocasiones nuestras relaciones están contaminadas por nuestras rumiaciones acerca de lo que los otros piensan o dejan de pensar. A veces, nos construimos unos “castillos imaginarios” que nada o muy poco tienen que ver con la realidad.
Deberíamos ser más asépticos a la hora de nuestras relaciones e intentar contemplar al otro, no como un “enemigo en potencia”, sino como otro ser humano que nos puede ayudar en nuestra convivencia.
Por esto, seamos sinceros al hacer cualquier demanda (un martillo, o lo que sea) y de esta forma posibilitaremos una convivencia sana.
Por Alejandro Rocamora, psiquiatra
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