Recuerdo que cuando yo era niño lo que predominaba era “la pedagogía del esfuerzo y del sufrimiento”. Mi viejo maestro de escuela D. Fulgencio nos solía decir que “había que estudiar para ser hombres de provecho” (aunque en aquellos tiempos yo no sabía lo que eso significaba).
(Imagen: Pixabay)
Después he comprendido lo que quería decir D. Fulgencio: había que trabajar, estudiar y esforzarse para conseguir algo en la vida. Las carencias, la falta de recursos, incluso el pasar hambre era consustancial al ser humano (hay que recordar que mi niñez se desarrolló en los años posteriores a la guerra civil). Entonces nadie se quejaba porque no tenía unos zapatos nuevos, ni hacía viajes a la capital, ni siquiera cuando los Reyes Magos sólo traían ropa y lápices para la escuela. Era una carencia impuesta por la situación familiar y del país.
«Había que ser el primero en clase»
Después, las generaciones de mis hijos han vivido una época de prosperidad y bienestar: no se les privaba de nada: tenían ropa abundante (a veces hasta de marca), la casa siempre estaba caliente en invierno y fría en verano, los Reyes Magos traían bicicletas, móviles, e incluso los veranos se iban de campamento a EE. UU o Reino Unido para perfeccionar el inglés. Era una “pedagogía del triunfo”. Había que ser el primero en clase, el mejor en deporte y si era posible el más ligón de la clase o la reina de la fiesta. Lo contrario era fracaso. Fue una época opuesta a la mía: predominaba la abundancia.
Ni remordimiento, ni fracaso, ni límites
Hoy hablamos poco de frustración; se educa para ser feliz, pero no se explicita que la frustración es consustancial al ser humano; provocamos grandes ideales (formación, posesión, etc.) pero sin resaltar los límites de cada persona. Como resultado, estamos construyendo o formando a un niño donde no tiene cabida ni el remordimiento, ni el fracaso, ni los límites, ni los valores de respeto al otro. Se educa para triunfar (tener posesiones, cultura, prestigio, etc.) pero no para que cada persona encuentre su forma de ser feliz de acuerdo a sus posibilidades y también a sus límites. Esto no supone un conformismo barato sino un conocimiento exhaustivo del individuo para no pedirle menos, pero tampoco más de lo que puede.
La frustración «saludable»
Un cierto nivel de frustración es saludable: no podemos meter a nuestros hijos en una “urna psicológica”, evitando todo sentimiento negativo de ansiedad, angustia, tristeza, temor, etc. La vida es lucha, tensión, con una pizca de sufrimiento.
El niño debe ir aceptando las frustraciones diarias (el olvido de un compañero, la carencia de un juguete, etc.) para que de adulto no sea excesivamente vulnerable a cualquier situación conflictiva de paro, ruptura sentimental, etc. Es una forma de fortalecer el yo y consecuentemente contemplar al otro no como un enemigo sino como un compañero de camino (con sus más y sus menos) en el arduo viaje de la vida.
Vacuna contra la adversidad
Así como existe una vacuna contra la COVID-19 y otras enfermedades, deberíamos aprender a vacunar a nuestros hijos contra la adversidad. ¿Cómo? No sobreprotegiéndoles de tal manera que parezca que viven en el paraíso terrenal. A este respecto decía un autor: «el niño que nunca oye la palabra NO en boca de sus padres, será un niño infeliz». No aprenderá a poner límites a sus deseos y necesidades. Y esto es así porque el NO de unos padres puede frustrar, pero también organizar al trazar las coordenadas por donde se puede mover el niño. Eso sí, deben ser unos límites razonables no autoritarios.
Alejandro Rocamora