Viajar a Tierra Santa, la patria de Jesús, los puntos sagrados de las tres religiones que confiesan a un único Dios, el origen de todo, me ha supuesto, a través de las palabras revividas, las piedras conservadas y las personas, un cambio de chip y el regalo de la paz.
Retrato de María
En el aeropuerto de Ben Gurión, Tel Aviv, nos esperaba Ossama, nuestro guía; un israelí de ascendencia musulmana y credo católico. Hasta Nazaret, poco más de una hora, en autobús adaptado con plataforma para sillas de ruedas. La noche de antes habíamos cenado en Madrid y en el avión seguimos haciéndonos amigos. El muro que rodea la ciudad, unas primeras luces navideñas, la fuente en la que María cogía y llevaba cada día unos 50 litros de agua a la cabeza… En Casa Nova, hotel de los franciscanos, cenamos ensalada y quesos con yogur, celebramos la misa y nos fuimos a descansar.
La siguiente parada, Caná de Galilea y la capilla de San Bartolomé, donde Julia y José Luis renovaron sus votos matrimoniales de hacía tantos años. Junto a la iglesia del Milagro. “Señora, todavía no ha llegado mi hora” (Jn. 2, 4). En lo que fue sinagoga judía y una casa de desposado rico –por el grosor de los muros conservados–. En la cripta, la prueba: un ánfora o enorme vasija de piedra que guardaba el agua de las bodas. “Haced lo que Él os diga” (Jn. 2, 5). Y el agua se transformó en vino, lo mejor al final. “¿De Nazaret podía salir algo bueno?” (Jn, 1, 46). El novio rico no terminaba de aceptar a Jesús, y aun así se hicieron tan amigos como para convidarlo a su boda, símbolo a su vez del matrimonio de Jesús con su Iglesia. Pero esa es otra historia.
María, a la que su Hijo siempre llamaba señora, nunca mujer a secas, era también amiga de la novia. Una de las que le ayudaron en tan hermoso día. María fue siempre especial. Esperada durante veinte años y concebida por la gracia, educada por Ana y Joaquín como pocas niñas judías de la época, inmaculada y abierta a la escucha de Dios desde su nacimiento. El evangelio apócrifo de Santiago, la tradición cristiana oriental y luego occidental, franciscana y católica, y la mejor literatura y pintura clásicas, se dan la mano en la representación de la Madre del Señor.
Estado de gracia y alumbramiento
Volvimos a comer a Nazaret. Toda la peregrinación sería un flashback, de delante hacia atrás, para luego tomar un momento posterior y volver a retroceder, por la vida de Jesús y de los suyos. Esa tarde visitamos una cueva en la roca de aquel tiempo, de muros más estrechos y gente humilde, con dos compartimentos, para las personas y para los animales. “No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a darte pan» (Lc. 11, 7). La iglesia o casa de San José, sobre la cueva de lo que fue la carpintería y la vivienda de la Sagrada Familia una vez repatriada de Egipto; un mosaico muestra la vida doméstica, y en la cripta, la pila o pequeña piscina bautismal –allí los voluntarios sujetando cuatro cinchas por silla para bajarnos a todos a contemplar–.
A unos metros, la casa de María –que vendría de Jerusalén, comprometida por los padres, siguiendo la tradición judía, con su esposo José– y la gruta donde el arcángel Gabriel le anuncia que está embarazada del Señor. “Vas a concebir y vas dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (Lc. 1, 31). El Pozo de María y su primera aparición es lectura ortodoxa. ¿Qué habría sido de nuestra humanidad si a María se le hubieran cruzado los cables? Sobre la Gruta la basílica de la Natividad, en la que se impusieron las medallas de la Hospitalidad Jesús de Nazaret y, tras el Rosario interreligioso, nos dejaron entrar al grupo solo a la Santa Cueva. ¿Qué sentiría Ella ante tal revelación?
El esposo no repudió en público a la esposa, ante el insólito embarazo, por evitarle vergüenza y sufrimiento; aunque ello no impidió el juicio sagrado de María y José en la sinagoga –cuyos restos se conservan todavía–, con la ingestión de las aguas amargas. Y nuevo adelanto hasta la vida pública para después recrear el nacimiento. En el Mar de Galilea celebramos nuestra particular eucaristía a bordo del “King David”, con sor Feli, Hermana ciega de San Pablo, izando la bandera –“la primera persona a la que vea será cuando me muera a Dios”–. Magdala, Genesaret, Bethsaida, Tiberías, Cafarnaún, el pueblo de Jesús, donde reposa la casa de Pedro, ampliada en sucesivos octógonos según iban llegando peregrinos. “Camina sobre el agua, tú puedes. Ven y sígueme”, nos decía a cada uno de nosotros.
Basílica de las Bienaventuranzas, monte Tabor, río Jordán, Jericó, desierto de Judea… Llegamos finalmente a Belén, “casa del pan” (Bethlehem, siglo XIV a. C.). En el llamado Campo de los Pastores cada uno de nosotros, Ana, Carmen, Isabel, Martina, María, Rocío, Fátima, Miguel, Alfredo, Pepe, Jesús, Mercedes, Miriam, Julia, Lola, Alberto, Maite, Nacho… volvimos a escuchar en lo más íntimo el anuncio del ángel: “… encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc. 2, 12). Los niños ven y creen en los ángeles. ¿Y los adultos? Estábamos muy próximos. Gruta de San Jerónimo, en la que este tradujo la Vulgata (primera Biblia en latín); Gruta de la Leche, en la que según la tradición María amamantaba al Niño antes de que la Sagrada Familia huyera a Egipto. Y por fin la Natividad.
Horadada en la roca en el siglo II, con un sencillo altar octogonal que todavía se conserva –-simbolismo del ocho–. La basílica ha conocido múltiples transformaciones. Y nosotros, testigos de la Historia, en ese hermoso espacio compartido por cristianos armenios, griego ortodoxos y latinos; entrando por la puerta estrecha, bajando por la tosca, empinada y curvada escalera hasta la Capilla del Pesebre –el pesebre de piedra en el que se sacrificaba a los corderos– y la de los Reyes Magos. Donde oramos y compartimos en voz alta, el grupo en solitario, contemplando la Estrella de Belén. “Hoc de Virgine Maria Jesus Christus natus est” (1717). Hemos vivido nuestra primera Navidad, junto al Niño Jesús.
Familia que humaniza
En Jerusalén visitamos la casa de Santa Ana y San Joaquín, donde nació la Virgen, hoy monasterio regentado por los Padres Blancos, junto a la piscina probática y milagrosa de Betesda. A las afueras de la ciudad, en el barrio de Ein Karem, en la montaña, la iglesia de la Visitación y la casa de Isabel y Zacarías, padres de Juan Bautista. “Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre” (Lc. 1, 44). El concepto hebreo de familia era realmente amplio y generoso. Los primos se trataban como hermanos.
La Sagrada Familia tuvo de siempre condición de migrante. De Jerusalén a Nazaret la joven María, de Nazaret a Belén a causa del censo, de nuevo a Nazaret, destierro a Egipto por sugerencia del ángel y regreso a la carpintería. La vida oculta de Jesús me atrajo desde niña. El desierto y el Jordán al iniciar su misión; Cafarnaún, ya adulto, el Lago y las ciudades que lo bañan; toda Galilea, Samaría y Judea; las múltiples visitas al Templo, hoy Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén. Transitar los lugares del primer peregrino, que fue Jesús, me ayuda a conocerlo mejor y comprender.
Cuando Jesús se perdió en el Templo, ya con 12 años, un joven madurito para entonces, podemos imaginarnos la larga caravana de familiares, parientes, convecinos y hermanos en la fe que iban de Nazaret a Jerusalén, y viceversa. El muchacho no apareció en tres días – ¿un nuevo símbolo?–, hasta que lo encontraron en su lugar sagrado favorito, entregado a sus auténticos quehaceres, y volvió con sus padres. “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc. 2, 52). Como todos nosotros si seguimos sus huellas.
Mª Pilar Martínez Barca