A las puertas de la Semana Santa y de la Pascua, rememoro la cruz de las tentaciones, Jerusalén, la piscina probática de Betesda, San Pedro in Gallicantu, Getsemaní, la Vía Dolorosa, la subida al Gólgota, la entrada solemne en el Santo Sepulcro… La entrañable ternura de los niños en un humilde orfanato de Belén.
Triunfo y negaciones
“Levántate. Ven y sígueme”. Nuestro periplo fue más circunstancial, según el lugar santo que nos dejaban visitar a cada hora, que cronológico. El domingo 20 de noviembre, ya caída la tarde, visitamos el desierto de Judea, allí junto al monolito con la cruz que indica el lugar donde Jesús fue tentado: “Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se transformen en panes” (Mt. 4, 3). Al fondo, rocas, secarrales, cuevas en la gruta como la de San Jorge. Cada uno hicimos nuestra visualización o camino hacia adentro. Me imaginé al Señor yendo a Jerusalén con sus discípulos, yo sentada al borde del camino, en una piedra. Me descubrió. Volvimos con las linternas de los móviles, los voluntarios con cinchas por silla.
El lunes 21 volvimos a Belén, y hasta ese martes Jerusalén no sería nuestro. Una vista general, al fondo el Monte de los Olivos y lo que fue el Torrente Cedrón, donde sacrificaban a los inocentes –“Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt. 25, 30)–; el Domo de la Roca, desde donde según la tradición Mahoma se subió a sus cielos, y la mezquita de El Aksa.
Después nos dirigimos a la iglesia de San Pedro in Gallicantu, la antigua casa o palacio de Caifás, donde Pedro negó al Maestro: “… antes de que el gallo cante, me habrás negarás tres veces” (Mt- 26, 34). Allí, en los jardines –hacía calor–, tuvimos la eucaristía de ese día, con un Cristo desclavado de la cruz, porque su cruz éramos cada uno y nos la íbamos pasando de uno en otro. Yo acaricié su torso y su carita, lo mismo que a un bebé, mi madre enferma o la persona a quien amas de por vida.
Y bajamos al sótano, a la gruta del suplicio, donde duerme hoy sin agua, la cisterna de piedra en la que sumergían colgados a los ajusticiados, testigo de la historia y la barbarie. ¿Preparaban sus cuerpos y sus mentes para un castigo sin retorno? Me pareció espeluznante.
La Vía Dolorosa
A la tarde teníamos la Entrada Solemne en el Santo Sepulcro, un rito que viene repitiéndose durante siglos en el centro de la peregrinación cristiana. “La piedra que desecharon los constructores, se ha convertido en piedra angular” (Mt.21, 42). Palimpsesto de creencias, el templo está regido por coptos y armenios, cristianos ortodoxos y latinos, custodiado por una familia musulmana. Siguiendo el protocolo, nos presidía D. Joaquín María López de Andújar, obispo emérito de Getafe (Madrid), seguido de Ana Palacios, responsable de nuestra estancia en Tierra Santa, y de cada peregrino en silla de ruedas con su voluntario. La Piedra de la Unción era el preámbulo –mirra, aloe y aceites aromáticos–. La Entrada culminaba en el Sepulcro o tumba de Jesús, precedida por la capilla del Ángel, donde el Resucitado se apareció transfigurado a María Magdalena.
El lugar es sagrado, por lo pequeño y recogido –solo cabemos tres personas–. Bello y sobrecogedor, detiene el aire. Lámparas y candelabros de las distintas confesiones, inscripciones en griego y tres bajorrelieves alusivos a la Resurrección. Sobre la sepultura original, un edículo y una rotonda, y una losa de mármol que la cubre desde mitad del pasado siglo. La palabra deja paso al misterio: un fragmento de la piedra circular que guardaba el sepulcro, el aroma inexplicable que desprendió la obra al colocar su ubicación actual y el jardín, que estaba allí debajo y los ojos de Osama, nuestro guía, vieron de niño, reservado a enterramientos hebreos del tiempo de Jesús.
En el Templo, hoy Muro de las Lamentaciones, dejamos nuestro particular mensaje las mujeres: “Auméntanos la fe en Jesús de Nazaret”. Había que volver a nuestro hotel en Belén, Hijas de la Caridad, que a las seis de la mañana teníamos la misa en el Gólgota o Calvario. Miércoles 23 de noviembre, a las tres tocaría la diana, todo noche, nos subimos de nuevo al autobús. Por la Puerta de Jaffa, las calles vaciadas, llegamos otra vez hasta el Santo Sepulcro y las empinadas escaleras que suben al Gólgota, cuatro voluntarios con cada silla, tirando de unas fuertes cinchas blancas. Una suntuosa capilla ortodoxa decorada en baldosas y mosaicos de oro; y el disco en plata que comunica a la roca original donde estuvo clavada la Cruz de Cristo. D. Joaquín concelebró con el pope griego, con nuestro Cristo desclavado como uno más del grupo. Al fondo, un estallido imperceptible. Amanecía, tras del Monte de los Olivos, en el punto exacto por donde Jesús entró en Jerusalén el Domingo de Ramos.
Después del desayuno en Notre Dame (de nuevo franciscanos), volvimos por la Puerta de las Ovejas hasta la piscina de Betesda, donde Jesús curase al paralítico, y la iglesia de Santa Ana (hermosa la escultura de María y su madre). Y comenzamos la Vía Dolorosa en el Pretorio o Fortaleza Antonia, donde Cristo fue juzgado por Poncio Pilato. En lo alto de los muros de la capilla, inscripciones en latín referentes a la Pasión. Me impresionó la Capilla de la Flagelación, franciscana también, y la corona de espinas conformando so bóveda: “Y los soldados trenzaron una corona de espinas y la pusieron sobre su cabeza” (Jn. 19, 2). Nunca soporté esa imagen.
De ahí a las calles bulliciosas, con coches y camiones y gentes que pasaban y pasaban de todo, y tentaciones de compras, y miradas e insultos y prohibiciones de pararnos ante un bar, no fuera que quitásemos clientela. Nosotros continuamos con nuestro Vía Crucis desde el Arco del Ecce Homo, donde el Hijo del Hombre perdió su forma humana, deteniéndonos en cada esquina que marcaba una nueva estación, dirigidos por D. Joaquín y por sor Feli, que leía los textos con los ojos del alma. Así hasta la novena –Jesús cae por tercera vez–; de la 10 a la 14 las habíamos hecho en el Calvario.
Después de Notre Dame, teníamos que alimentarnos corporalmente, visitamos el Cenáculo, con su estructura gótica y sus arcos cruzados. Pequeña decepción: allí Jesús cenó con sus más íntimos, estaba a rebosar. A la noche nos esperaba la sorpresa.
Getsemaní. ¿Quedaba algún olivo milenario? Fue entrar en la Basílica de la Agonía o las Naciones, de Antonio Barluzzi y quedarme extasiada ante el mosaico o tríptico de Bagelli recreando la escena del Huerto: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz” (Lc. 22, 41). Hicimos adoración del Santísimo rodeando la Roca de la Agonía –otra vez la corona de espinas–, algunos bajaron de sus sillas para postrarse, compartimos en voz alta. “De niña me asustaban las espinas. ¿Una crisis infantil? Más tarde desperté a la belleza, como ahora ante este mural, que me anestesió casi todo el dolor”. Y sentí por un instante eterno honda tristeza de no poder compartir tanta hermosura. Al día siguiente regresábamos.
La esperanza callada de los inocentes
No vimos la iglesia de la Dormición de María, que estaba en obras. Ni tampoco la del Primado de San Pedro, frente al mar de Tiberiades, donde el Resucitado se apareció a sus amigos por tercera vez para comer. Nos faltaron huellas por contemplar.
Sin embargo, pudimos ver y acariciar casi la Resurrección en carne tierna. Allí en Belén, las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl rigen un orfanato o Casa Cuna para niños de 0 a 6 añitos. Angelotes, personajes de Disney y Bob Esponja comparten sus juego, sus literas y sus cuartos de colores. No tienen papás, fueron fruto del pecado de unos adultos sin ternura, y a los 6 años los pasan a otra escuela, propiedad del Estado israelí. Sin raíces ni patria. Llevan el estigma y la cruz del Niño Jesús, trajeron a esta tierra una misión, y la luz y ternura de sus ojos hablaban de esperanza sin límites.
Faltaron sendas por transitar, piedras que desvelasen sus secretos, huellas del Peregrino que seguir. Por delante, una vida sin límites.
Mª Pilar Martínez Barca