Sembradores de esperanza. Análisis en clave humanizadora (III)
En esta entrega de análisis del documento Sembradores de Esperanza, se va a revisar el capítulo 2, que versa sobre Ética del cuidado de los enfermos: dignidad, salud, enfermedad. Se entiende que este es un capítulo fundamental para entender el significado de la acción sanitaria. La premisa para la reflexión y también para la praxis sanitaria es la dignidad, que es valor intocable, expresa el valor único e insustituible de cada persona. Y es precisamente el respeto por la dignidad personal lo constituye la esencia del encuentro sanitario paciente. Porque el acontecimiento de la enfermedad en la biografía personal no menoscaba la ontológica dignidad de la persona. Aunque tradicionalmente se ha dado el sentido de debilidad a la enfermedad, no es totalmente cierto, la enfermedad puede debilitar en lo biológico pero no en la totalidad de la persona, no se pierde la capacidad de decisión ni de discernimiento.
Salud
Hay que entender que el concepto de salud, manifestado más como desiderátum en la carta fundacional de la OMS, al llevarla al terreno de lo perfecto, excluye muchas formas de vida que no podrán llegar a esa perfección expresada, pero que sin embargo tienen una vida y una presencia social muy importante, entre otras cosas porque nos lleva a descubrir la fragilidad del ser humano. Además en el colectivo social está la idea de que la misión de la medicina es curar. Cuestión harto imposible como lo vamos viendo en todos los tiempos y sobre todo con la llegada de nuevas enfermedades y nueva manifestaciones. La medicina tiene otros fines que éticamente confluyen con hacer el bien, con la beneficencia. Como recoge V. Camps, “Los fines de la medicina, a finales del siglo XX, deben ser algo más que la curación de la enfermedad y el alargamiento de la vida. Han de poner un énfasis especial en aspectos como la prevención de las enfermedades, la paliación del dolor y el sufrimiento, han de situar al mismo nivel el curar y el cuidar, y advertir contra la tentación de prolongar la vida indebidamente.”
Dolor
Por ello es importante reconocer que el dolor y la muerte forman parte de la realidad humana. El dolor y el sufrimiento han acompañado y acompañan el devenir histórico de la humanidad. Esto no quita para que no se luche contra el sufrimiento y el dolor y se trabaje activamente por combatirlo, porque el anhelo de todo ser humano es la búsqueda de la felicidad. Cobra sentido, entonces, encontrar maneras de combatirlo, como indica el Papa Benedicto XVI, en su encíclica Spe salvi, porque se entiende que es un deber de justicia, es un deber ético de primer orden, pero no a cualquier precio llevando a aniquilar la vida humana desde la perspectiva de eliminar el sufrimiento.
El paciente puede, y debe, encontrar el sentido del sufrimiento. No es una interpretación masoquista de la vida, sino una búsqueda de aquello que pueda dar sentido y favorecer el crecimiento de la persona. Puede permitir el descubrimiento de para qué está el ser humano. Lleva a plantearse ¿para quién soy yo?, y podemos descubrir que somos para Dios, pero también para los otros seres humanos.
Esperanza
Igualmente se puede considerar la esperanza en seno de la enfermedad, en un capítulo del libro Los profesionales sanitarios ante la muerte, presento, recogido de varios autores, cómo se puede presentar la esperanza en la enfermedad (sobre todo en la enfermedad grave y letal). Desde mi punto de punto de vista este planteamiento de esperanza es netamente humanizador, puesto que recoge la esencia más íntima del ser humano y de su proceso de construcción personal.
Lógicamente esto lleva a preguntarse por el miedo a morir y sobre todo al modo de morir. Es connatural a nuestra naturaleza el sabernos finitos, como expresa el filósofo M. Heidegger, el ser humano no es alguien que muera, sino que en sí mismo es un ser-para-la-muerte. Pero por ello la muerte no nos deja indiferentes, hay un temor a la muerte, por ser generadora de dolor y sufrimiento por la separación, y por las circunstancias biológicas en las que se produce. Porque, como indica el documento que analizamos, el propio Jesús experimentó el miedo y la angustia. En el plano existencial y fenomenológico de la vivencia de la muerte puede ser aliviada por la presencia, compañía, alivio, afecto y consuelo, de manera que las peticiones directas de muerte, en muchas ocasiones, vienen condicionadas por estas carencias en este sentido. Ante estas carencias se alude a la situación de indignidad que supone mantener una vida en estas condiciones. Pero la muerte y el dolor no parecen ser los criterios adecuados para medir la dignidad. Son las actitudes, las acciones las que ponen el marco vivencial de la dignidad, de manera que deja de ser un concepto para ser una praxis asistencial. La pregunta sería: como sanitario, como familiar, como cuidador ¿cómo me comporto a la atención de esta persona que me está encomendada?
Para ayudar en este discernimiento no se nos puede pasar la doble dimensión de la persona, la trascendente y la social. Evidentemente depende del concepto o idea que se tenga en cada caso, pero la visión trascendente (y no solo en sentido religioso) nos habla de una idea sagrada de la persona, que Séneca expresaba como: Homo homini sacra res (El hombre es algo sagrado para el hombre); en tanto que la dimensión social que supone la vida en común, en la inherente heteronomía que caracteriza a nuestra especie, que tiene como corolario estar abierto al otro, es decir a la alteralidad.
Finalmente se nos presentan las necesidades de los enfermos en situación terminal, que devienen de las diferentes facetas que forman a la persona, físicas, psíquicas, espirituales, familiares y sociales. Necesidades que ya fueron recogidas y sistematizadas por A. Maslow. Desde el control de los síntomas, sentirse seguro y querido (Carlos Díaz lo expresa como “soy amado, luego existo”), pasando por la expresión de su religiosidad y expresiones espirituales y por supuesto el apoyo familiar, así se expresa: Por ello es muy importante no solo asegurar el sostenimiento del enfermo, sino también el soporte adecuado para que la familia pueda hacer frente al desafío que supone la enfermedad de uno de sus miembros.
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