Volver a Caná de Galilea después de algunos meses, el mar de Tiberiades, Cafarnaún, las basílicas de las Bienaventuranzas y la Transfiguración, el monte Tabor, el río Jordán y mi propio bautismo, Jericó y sus dátiles… me pone las pilas del espíritu. Vuelve a encender mi lámpara y a acrecentar la paz.
Caná o el amigo del novio
Nuestra primera escala, el viernes 17 de noviembre, de Nazaret a Caná de Galilea. Curiosamente, comenzamos por la figura de María, amiga también de la desposada y madre de Jesús, el primer milagro del Señor: “Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. (…) Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo: –No tienen vino” (Jn. 2, 1-3). Allí, en la iglesia del Milagro, antigua sinagoga y casa de rico –¿de Nazaret podía venir algo bueno?–. Natanael, a quien Jesús descubriría bajo la higuera, sería el joven desposado. Y en su capilla, la de San Bartolomé, Julia y Pepe renovaron sus promesas de amor.
¿Quién era el amigo del novio? En sentido literal, sería Jesús el de Nazaret. Si profundizamos un poco más en su mirada y en el mensaje que nos quiere transmitir, él mismo se estaba presentando como Esposo, de la Iglesia a punto de crearse y de toda la Humanidad. Y Natanael, rebautizado Bartolomé por el Maestro, uno de sus amigos íntimos. A Aquel nadie podría soltarle las sandalias, ni su primo Juan Bautista, según el levirato o mandato judaico de casarse los hermanos menores con la viuda del mayor, si este fallecía (Dt. 25, 1-11) –de negarse, lo descalzaban los ancianos como afrenta–. Jesús era el hermano mayor, el Primogénito.
El lago o mar, un mundo
Otra vez Nazaret, una casa en la roca, como la de María y la de José o después de la Sagrada Familia, basílica de la Anunciación, para salir a la mañana siguiente, sábado 19, hacia el mar de Galilea. Unos 21 km de largo por 9 de ancho, rodeado de ciudades como Cafarnaún, Betsaida, Genesaret, Magdala o Tiberias (de ahí también lago de Tiberiades), y una vegetación exuberante. Celebramos la Eucaristía en la barca de Pedro, hoy “pequeño David”, con las sillas de ruedas en primera línea frente al altar, después de que sor Feli, hermana ciega de San Pablo, izase la bandera en proa y se entonase el himno español. La vista no se nos apartaba del altar del lago. Y a la par de la cita evangélica, “… los discípulos, viéndole caminar sobre el mar se turbaron” (Mt. 14, 26), creí escuchar una voz interior: “Camina sobre el agua, tú puedes. Ven y sígueme”.
Y llegamos a Cafarnaún, la cuidad que eligió Jesús para la vida pública al abandonar Nazaret: “Cuando oyó que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret, vino a residir en Cafarnaún junto al mar, en el término de Zebulón y Neftalí” (Mt. 4, 12-13). Totalmente destruida en el siglo VII, como anunciara el mismo Hijo de Dios, su reconstrucción es relativamente reciente, años 60 del pasado siglo. Allí pudimos disfrutar de la casa original de Pedro, que se iría ampliando en octógonos sucesivos –símbolo sagrado– según pasaba el tiempo e iban creciendo los adeptos, y cuyas ruinas hoy reposan bajo la nueva iglesia de San Pedro, también en forma octogonal o de ovni; el pueblo judío del siglo I, con su estructura típica, o la sinagoga ya del II, similar a aquella en la que enseñase e hiciese más de un milagro Jesús.
No era nada difícil visualizar al Maestro, cómo iba llamando a Simón y Andrés, Santiago y Juan; cómo sanaba a la suegra del primero, o al paralítico al que bajaban en sus parihuelas a la vivienda de tejado de pajas y muros de piedra pobre. Y Ana Palacios, promotora y alma mater de la Hospitalidad Jesús de Nazaret y de nuestra peregrinación, iba entresacando pasajes en su Biblia subrayada en colores: “Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y dijo: ¿Quién me ha tocado?”” (Mc. 5, 30). ¿Y si aquella mujer, además de tan enferma por los flujos de sangre, hubiese perdido un hijo? Nadie se lo devolvería, solo podría sanarla el amor.
Comimos en el monte de las Bienaventuranzas, de franciscanos, y a la tarde en su sencilla iglesia hicimos la adoración al Santísimo. Compartimos con el Señor y con el grupo, contando con traductor y asistente quienes teníamos dificultades de dicción. Entrañable, emotivo. De nuevo la estructura octogonal en la capilla, y frente a mí la bienaventuranza que me tocó en suerte: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt. 5, 3). Atardecía hermoso en el lago Tiberiades. ¡Qué lírica visión de eternidad!
El día siguiente, domingo 20, celebramos la misa en la Basílica de la Transfiguración, en el monte Tabor –una pequeña colina vista desde la carretera–. La entrega de los voluntarios y la ilusión de todos nos hizo sentirnos un poco transfigurados, como Pedro, Santiago y Juan. En el ábside central, Cristo transfigurado; en las torres laterales, sendas capillas a Moisés y Elías. Bellísimos jardines y el monasterio franciscano que dejamos atrás.
Y arribamos a otro centro emblemático: el río Jordán por la parte cisjordana –al otro lado del río, un soldado israelí con fusil–. Mujeres y hombres con túnicas blancas bañaban sus pies, se metían al agua. Nosotros, sorteando obstáculos y escalones, nos quedamos sentados junto a la orilla y renovamos las promesas bautismales. Martina, sor Feli y yo pedimos a D. Joaquín nos echase agua en la cabeza. Compromiso para siempre renovado bajo un cielo cálido y azul. Sin palomas ni signos de ultrasombra, se escuchaba la Voz: “Y se oyó una voz que venía de los cielos: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”. A continuación el Espíritu lo empujó al desierto” (Mc. 1, 11-12).
Paramos a comer y repostar en una terraza de Jericó, la ciudad más antigua del mundo. No vimos el sicómoro de Zaqueo, un ser tan cercano a Jesús pese a su mínima estatura; ni el pobre herido al margen del camino servido por el buen samaritano –después supe que su iglesia se encuentra en Tel Aviv–. El monte de la Tentación pudimos contemplarlo desde el desierto de Judea, donde llegamos ya casi anochecido –la salida del bus con cinchas y frenos en cada silla, la vuelta con linternas–. Y allí visualizamos, como ejercicio, una escena del Señor.
Preludios de Pasión
El Mesías sabía que lo era desde niño, cuando ya muchacho de 12 años se perdió en el Templo, para tratar los asuntos de su Padre. El entorno de la época, la cultura hebrea, su oración más íntima, le harían ir profundizando, con ayuda de María, en el concepto de Cordero de Dios, víctima propiciatoria que habría de salvarnos a mujeres y hombres. Esa premonición de que algo, humanamente, no iba a terminar bien la sentí en dos momentos especiales de nuestra peregrinación.
En la contemplación en el desierto. Me imaginé a Jesús y sus apóstoles subiendo hacia Jerusalén, sabiendo a lo que iban. Yo me quedé sentada a una orilla, sin atreverme a seguirle en su calvario. Lo he poetizado alguna vez.
Y en Jerusalén, junto a la casa de Santa Ana y San Joaquín, donde nació la Virgen y hoy es monasterio de los Padres Blancos, en la piscina probática de Betesda. Aguas que representan al mismo tiempo la pureza de los corderos perfectos que van a ser sacrificados ante el altar y, por mediación del ángel, la salud del primero en sumergirse. “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Mientras yo voy, otro ha bajado antes” (Jn. 5, 7). Jesús, Cordero y sanador, responde al paralítico con obras: no se trata de llegar el primero, sino de ser felices.
Ya miércoles 23, a las puertas de la Vía Dolorosa, con la cruz de madera y de carne a nuestra espalda. “Llegada era la hora / de la más plena entrega que jamás un amante / consumara en la noche”, escribía hace años en Flor de agua. Periplo de la vida, la muerte y la esperanza que he ido reviviendo y actualizando en estos meses, desde que regresé de Tierra Santa.
Texto e imagen: Mª Pilar Martínez Barca