Siempre soñé ser escritora. Hay diversas etapas y perspectivas; pero la meta espero siga estando en un horizonte que no alcanzan todavía mis ojos: quiero dejar testigo de mi escritura y mi herencia de amor.
La primera inocencia
No hablaré de mis colaboraciones de opinión y crítica de libros en periódicos como El Día, El Periódico o Heraldo de Aragón, El Diario de Ávila, Trébede y otras revistas especializadas en cultura y literatura, y por supuesto este blog y la revista Humanizar; ni las decenas de antologías ni colectivos en los que he compartido verso y prosa. Mi centro va a ser ahora mis creaciones en solitario: poesía, relato y mi romper una lanza por la diversidad funcional.
Comencé a inventarme y dictar poemitas de cumpleaños con 6 o 7 años, nada inusual, ocurrentes en sus rimas y malísimos. A los 15, escribir versos se convirtió en mi vía de escape a la timidez y soledad. Una necesidad más que perentoria. Empezaba a sentirme orgullosa de mí misma, aunque no del todo.
Fue en COU, no lo olvido, y el curso de Introducción a la Poesía impartido por el poeta y profesor Rosendo Tello Aína, miembro de la tertulia del zaragozano Café Niké y auctoritas donde las haya. Me hizo llorar. Los acólitos entregábamos al maestro los poemas, sin nombre, y al día o los dos días nos los devolvía corregidos. ¡A mí me lo tachaba todo! Pero no me amilané, debía demostrarle quién era yo por dentro. Y empecé a escribir: “Tu madre, aquellos párpados de azucena y escarcha, / siempre estaba contigo: / compañera en la noche del desvelo / y a la sobra apacible de los días felices. / Y luego llegarían las figuras soñadas, / instantes que se pierden por linderos de sueño. / Y sentada a la orilla / esperabas los ecos de otros mares lejanos”.
Su reacción: “Señorita, aquí hay madera”. Sería el inicio de Epifanía de la luz (1988).
El rastro del maestro
Su huella se ahondaría a lo largo del siguiente curso, en una especie de clases particulares en grupo, y permanecería de alguna forma siempre. Aprendimos los diversos recursos de un poema, a contar sílabas y el ritmo del verso libre, a olfatear la buena poesía, en qué consiste la extrañeza lírica, a contextualizar un texto y a un autor… Era como aprender a pintar en la academia para luego seguir tus propias pautas; o estudiar solfeo y saber componer y saber componer e interpretar tu música interior.
En la línea más o menos rosendiana (de Rosendo Tello), escribí y publiqué todavía dos poemarios: Historia de amor en Florencia (1992) y Flor de agua (1994). El primero, tacado por algunos de “culturalista”, retrata la supuesta relación entre Leonardo da Vinci y su musa Lisa en la Florencia de la época: “Quedaron en Florencia los trigos ya segados, / los viñedos maduros. / Y vos seguís ahí, hermosa y sonriente, / con un fulgor extraño en la mirada”. Como donante clásico, siempre mi vida al fondo de la obra, más personal si cabe en Flor de agua: “En silencio tus ojos me impregnaron de paz. / Desde entonces debí desgastar mis sandalias / llevando a cada puerta un ánfora de amor”. Según su prologuista, Ildefonso-Manuel Gil: “Voces bíblicas evangélicas se ensamblan hacia la más difícil hermosura: la expresividad inefable”.
“Matar al padre”, en términos freudianos y kafkianos, es dejar un poco la impronta del maestro y encontrar tu camino. Así fue con mi siguiente poemario, Se está muy bien aquí. Diario de una amistad (2002), entre epistolar y de viaje: “Un niño en su carrito, una señora, / un viejo pensativo, paseando / en torno a sus recuerdos. / Anuncia todo vida en torno nuestro”. La suerte estaba echada.
Tras de mis propios pasos
Además de mis estudios sobre Manuel Pinillos (Manuel Pinillos o la consagración a la poesía –tesis doctoral–, 2000, y Poesía completa de Manuel Pinillos, 2008), otra de mis grandes pasiones ha sido la discapacidad o diversidad funcional, a la que dedicamos la colección Joseph Merick en la editorial Libros del Innombrable. La fuerza de los límites (2012), Cuentos desde la diversidad (2013), Fando y Lis (2015) y El bosque circular (2019), transmiten desde el artículo periodístico, el relato, el teatro y el cuento infantil, diferentes aspectos de las personas con capacidades especiales.
El corazón en vilo (2008) rimaría internamente con Historia de amor en Florencia y Flor de agua: “Hora es ya de que os deje, santico de fray Juan, / que el Señor y unas almas harto humildes / me reclaman allá por Villanueva, / y en breve ha de emprenderse el nuevo viaje. / […] / Aquesta anciana sierva, Teresa de Jesús”. Sueño en “La sombra de los cuentos”, un verso de Epifanía de la luz, como título de la trilogía.
A partir de ahí, la entrega absoluta al amor: “Te deseo, indefensa, como desea el niño / la piel cálida y tersa de la madre, / la leche de su luna, una caricia” (La manzana o el vértigo, 2009); la cotidianeidad mística de la pintora sor Isabel Guerra: “Se recoge en reposo la cocina. / La madre madrugó con el vislumbre / de un primer resplandor tras la ventana” (Del Verbo y la Belleza, 2012); o la ausencia presente de los seres queridos: “Y vosotros me amabais de más allá del útero y la lluvia. / Lo escuchaba entre sueños” (Pájaros de silenciou, 2016).
En luna llena (2020), De la noche al Ángelus (2020) y Tránsito (2021) han sido mis últimos poemarios editados. Despertándose en este especialmente la musa: “Si amamos nos volvemos eternos, / zarza ardiendo en el centro del no ser, / la otra mitad del yo”. Todo a su ritmo y su compás. Pero no podía faltar la narrativa: “Allí continuaba la alcoba conyugal, a la derecha. La cama, solo mueble y jergón, conservaba el regusto de las cosas de antes, modeladas con tiento, como las más antiguas catedrales con sus aras sagradas para el culto”. El ramito de azahar (2022), testimonio homenaje a quienes nos precedieron. Me quedan muchas más ventanas por abrir.
María Pilar Martínez Barca, escritora
Deja un comentario