Hace unas semanas que asistí a una conferencia y oí por primera vez el Síndrome de Adán y Eva. Según el conferenciante, consiste en querer tener todo y eso produce la infelicidad. Adán y Eva, que no tenían enfermedades, ni preocupaciones por la falta de comida ni de casa, ni habían perdido el trabajo, ni tenían un hijo enfermo, por poner solamente algunos ejemplos, lo perdieron todo por el hecho de dar un sentido absoluto a un hecho relativo: comerse una manzana.
En nuestra vida cotidiana también nos pasa lo mismo cuando al querer tener una casa, un coche, mayor cultura o un trabajo excelente, lo revestimos de un poder absoluto, y olvidamos lo que son los sentimientos (la solidaridad, el respeto hacia el otro, la libertad, la compasión, etc.) y conseguimos lo contrario de lo que intentamos: nos convertimos en esclavos de nuestras necesidades y entonces, como en el paraíso, perdemos la dignidad y perdemos lo mucho o poco que poseímos con amor.
Podemos concluir que siempre que vivimos como un valor absoluto, totalitario y definitivo los hechos de la vida cotidiana (una enfermedad, la pérdida de trabajo, un suspenso, etc.) estamos contribuyendo a nuestra infelicidad; por el contrario, cuando relativizamos el sufrimiento, el dolor e incluso la incomprensión de los demás, posibilitamos que la angustia no nos invada y podamos mirar a la vida con esperanza.
Fue lo que les falto a Adán y Eva: mirar más allá de sus narices y adaptarse a lo que ya poseían, que era mucho. Quiero pensar que si Adán y Eva, hubieran aceptado en toda su plenitud su situación, el mundo sería otro mundo.
Por Alejandro Rocamora Bonilla, psiquiatra
Imagen: fragmento de Adán y Eva, Tiziano. Museo del Prado
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